Con todo y ser puesta en duda la autenticidad de algunos prodigios e incidencias de su vida, se han ocupado de este Santo hagiógrafos y escritores ilustres, antiguos y modernos. Entre los primeros, San Ambrosio. Unánimemente, es colocado su martirio en la persecución de Decio, entre los años 249 y 251. — Fiesta: 10 de julio.
La existencia de San Cristóbal ha sido probada por numerosos autores. Entre otros, por los Bolandos en su obra monumental sobre los Santos. La demuestran, por otra parte, los martirologios y misales antiguos y el breviario mozárabe. En ellos es consignado Cristóbal como «mártir de Cristo, bajo el reinado del emperador Decio». Dan fe asimismo las numerosas reliquias desperdigadas por el orbe cristiano, veneradas desde tiempos muy remotos. Algunas fueron traídas a España, al parecer poco después del martirio. Un brazo se conserva en Compostela, una mandíbula en Astorga, y poseen varias otras: Toledo y Valencia.
Según la tradición, fue Cristóbal el primogénito y unigénito de un rey cananeo, y nació en Sidón o en Tiro. Antes de ser bautizado se llamaba Relicto. Tenía gran porte, verdadero gigante por su estatura, de cabellera rubia, ojos claros y mirada penetrante; y despertaba en todos excepcional simpatía.
Mientras fue pagano, pensó sólo en aventuras. Su sed de gloria le impulsó a poner su espada al servicio de un gran rey, «el que sea el rey más grande de la tierra», decía con entusiasmo. Y por esto, dejando su patria, se puso en camino y fue a parar a las huestes de Gordiano, emperador de Roma, empeñado a la sazón en una guerra tenaz contra los persas.
Presentándose a él, dejóle admirado por su bizarría y figura; y al ofrecérsele a formar parte de sus tropas, alegando que no quería servir a un rey pequeño, sino al más famoso del mundo, Gordiano se dejó prender por sus palabras y lo admitió en el acto. Los hechos le demostraron que no se había equivocado. Relicto era ducho en las armas; y tal valor mostraba y tanta destreza en el combate, que el emperador quería tenerlo junto a sí en los momentos de peligro.
Pero un día Relicto oyó hablar de Cristo, como del más poderoso de los reyes. Y comenzó a preguntar: «¿Dónde he de encontrar a ese Cristo, Monarca más poderoso que todos los otros?».
La Divina Providencia le deparó un buen maestro; un ermitaño cristiano, por el cual se dejó instruir en el conocimiento de los misterios de la fe verdadera. No tardó en abandonar la milicia terrena y adscribirse al servicio del «Rey inmortal de los siglos».
Y pregunta entonces Relicto al ermitaño: «¿Cómo he de servir a mi nuevo Señor?». Le responde éste: «Con la oración y el ayuno». «No sé rezar». «Ayuna, pues». «¿No ves mi corpulenta estatura? He de comer más que los otros para sostenerme». «Sírvele entonces con tu estatura y tu fuerza. Ayuda a vadear el río a los caminantes que lo necesiten».
Se desarrolló este diálogo, al parecer, cerca de la ciudad de Samos, en la provincia de la Licia, adonde Relicto se había dirigido. Obedeció exactamente al eremita.
Su cuerpo gigantesco empezó a transportar sobre sus hombros a los que no se atrevían a vadear la corriente. Y así una temporada; hasta que un día vio un niño en la ribera; y habiéndole preguntado qué deseaba, el pequeño le respondió que le pasase a la otra orilla. Tomóle Relicto y se lo puso al hombro, creyendo que el peso sería insignificante. Se equivocó. Cuenta uno de sus biógrafos que «Cristóbal entró animoso al río con su báculo (una recia y alta vara con la que solía ir a todas partes), como jugueteando con las ondas; pero a los pocos instantes conoció que el alto bajel se iba a pique, arrebatado de la furia de las aguas. Crecían éstas; hinchábanse las olas; procuraba él cortarlas valientemente, haciendo pie firme en la arena; pero nada le valía, porque el Niño que llevaba en sus hombros le abrumaba tanto con el peso, que si Él mismo no le diera la mano, en ellas hubiera hallado su sepultura. Rendido, sudando y gimiendo, salió a la orilla y admirado puso al Niño en la arena y le dijo: «¿Quién eres, Niño? En gran peligro me has puesto. Jamás me vi en riesgo de perder la vida, sino hoy, que te llevé sobre mi espalda. Las coléricas aguas aumentaban su enojo, y Tú ibas multiplicando tu peso. No pesabas tanto al principio. ¿Quién eres, Niño, que tan en la mano tienes hacerte ligero o pesado? Creo que más pesas Tú que el Mundo..”..
Y entonces oyó Relicto la respuesta, en la cual se le señalaba, precisamente, el nombre que habría de adoptar en el Bautismo: «Te llamarás Cristóforo, porque has llevado a Cristo sobre tus hombros. No te admires de que yo te pese más que el mundo, aunque me veas tan niño; porque, realmente, peso yo más que el mundo entero. Yo soy de este mundo, que dices, el único Creador; y así, no sólo al mundo, sino al Creador del mundo, has tenido sobre ti. Bien puedes gloriarte con el peso: Yo soy ese Señor que buscas: Hallaste ya lo que deseas y a quien has servido tanto en esas obras piadosas. Y aunque sobra mi palabra para crédito de mi verdad, pues sólo porque yo lo digo tiene su firmeza la fe, ejecutaré un prodigio para que conozcas la grandeza de este Niño pequeño. Vuélvete a tu casa, no tienes ya que temer las olas. Fija en la tierra ese árido tronco que te sirve de báculo, que mañana lo verás, no sólo florido, sino coronado de frutos».
En efecto, a la mañana siguiente la estaca seca plantada en el suelo se había trocado en esbelta palmera, con incontables frutos.
Otra vez, según la tradición, se realizó el mismo prodigio, y entonces, instantáneamente, y ante los ojos de todo el pueblo, a petición del Santo, que lo impetró de Dios para ofrecer un testimonio de la verdad que estaba predicando.
Fue después del episodio del divino Niño cuando Relicto recibió el Bautismo, que le administró el patriarca Babilas en su Basílica de Antioquía. Desde aquel momento, se llamó ya siempre Cristóforo, es decir, portador de Cristo.
De cuatro maneras —dice un escritor tan leído como es Tihamer Toth— llevó Cristóbal a Cristo: sobre sus hombros; en los labios, por la confesión y predicación de su nombre; en el corazón, por el amor; y en todo el cuerpo, por el martirio.
Y ahora será cuando, dejando otros maravillosos episodios, algunos no carentes de probabilidad histórica, pero entremezclados con sucesos visiblemente legendarios, digamos algo de la gloriosa inmolación de nuestro valiente biografiado. Provisto él de su gran bastón, en la mano, y caminando majestuosamente, no cesó de evangelizar a las gentes de Samos, maravilladas de su elocuencia. Por aquel entonces salió un edicto de persecución del emperador Decio, mandando que fuesen ofrecidos sacrificios a los dioses paganos y amenazando con las más graves penas a cuantos se resistiesen a ofrecerlos. Dagón, prefecto de la Licia, se afanó en cumplir rigurosamente el decreto. Y así, después de ordenar a sus soldados la profanación de todas las iglesias o lugares donde era adorado el Dios verdadero, les incitó a que se lanzasen como lobos rapaces sobre todos los cristianos que no quisiesen enseguida claudicar. Nuestro Santo fue uno de los primeros en incurrir en esas iras.
Al ver que se aproximaba su hora, imploró el auxilio divino, postrándose en el suelo. Jesucristo se le apareció y, levantándolo, alentó sobre él, dándole el espíritu de sabiduría, y le dijo: «No temas, que estoy contigo». Cristóbal, al saber, primero, y ver, después, cómo eran torturados los que confesaban públicamente la fe de Cristo, en vez de desfallecer, en medio de una multitud inmensa clamó: «También yo soy cristiano y tampoco quiero sacrificar a los falsos dioses». Inmediatamente fue detenido y conducido hacia el tribunal del prefecto.
En diálogo con Dagón se mostró Cristóbal investido de una serenidad imponente, proclamando su fe con palabras de profundidad celestial y manteniéndose inconmovible lo mismo ante las promesas seductoras que ante las más feroces amenazas.
Prolija resultaría también la reseña de los tormentos a que fue sometido. Flagelación con varillas de hierro, durante la cual no cesaba Cristóbal de cantar himnos a Dios. Prueba de un casco de hierro al rojo vivo sobre su cabeza, de la cual sale indemne. Parrilla enorme sobre la que es tendido para que sea quemado en fuego lento, y que es derretida por las llamas, mientras éstas respetan su cuerpo. Saetas innumerables arrojadas sobre Cristóbal atado a un árbol, sin que ni una sola dé en el blanco, pero sí una en un ojo del prefecto... Y entonces, la voz del Mártir, que resuena vibrante: «El Señor prepara ya mi corona... Cuando la espada separe mi cabeza de mi cuerpo, unge tu ojo con mi sangre, mezclada con el polvo, y al punto quedarás sano. Entonces reconocerás Quién te creó y Quién te ha curado».
A la mañana siguiente Cristóbal es decapitado, y el prefecto hace lo que le indicara. Al punto recobra la visión, abraza la verdadera fe, ordena a sus súbditos que adoren a Cristo y abandonen el culto de los falsos dioses...
Todo lo dicho persuade del extraordinario predicamento que San Cristóbal ha tenido a través de los siglos. En la Edad Media fue catalogado entre los catorce santos auxiliadores de la humanidad.
La existencia de San Cristóbal ha sido probada por numerosos autores. Entre otros, por los Bolandos en su obra monumental sobre los Santos. La demuestran, por otra parte, los martirologios y misales antiguos y el breviario mozárabe. En ellos es consignado Cristóbal como «mártir de Cristo, bajo el reinado del emperador Decio». Dan fe asimismo las numerosas reliquias desperdigadas por el orbe cristiano, veneradas desde tiempos muy remotos. Algunas fueron traídas a España, al parecer poco después del martirio. Un brazo se conserva en Compostela, una mandíbula en Astorga, y poseen varias otras: Toledo y Valencia.
Según la tradición, fue Cristóbal el primogénito y unigénito de un rey cananeo, y nació en Sidón o en Tiro. Antes de ser bautizado se llamaba Relicto. Tenía gran porte, verdadero gigante por su estatura, de cabellera rubia, ojos claros y mirada penetrante; y despertaba en todos excepcional simpatía.
Mientras fue pagano, pensó sólo en aventuras. Su sed de gloria le impulsó a poner su espada al servicio de un gran rey, «el que sea el rey más grande de la tierra», decía con entusiasmo. Y por esto, dejando su patria, se puso en camino y fue a parar a las huestes de Gordiano, emperador de Roma, empeñado a la sazón en una guerra tenaz contra los persas.
Presentándose a él, dejóle admirado por su bizarría y figura; y al ofrecérsele a formar parte de sus tropas, alegando que no quería servir a un rey pequeño, sino al más famoso del mundo, Gordiano se dejó prender por sus palabras y lo admitió en el acto. Los hechos le demostraron que no se había equivocado. Relicto era ducho en las armas; y tal valor mostraba y tanta destreza en el combate, que el emperador quería tenerlo junto a sí en los momentos de peligro.
Pero un día Relicto oyó hablar de Cristo, como del más poderoso de los reyes. Y comenzó a preguntar: «¿Dónde he de encontrar a ese Cristo, Monarca más poderoso que todos los otros?».
La Divina Providencia le deparó un buen maestro; un ermitaño cristiano, por el cual se dejó instruir en el conocimiento de los misterios de la fe verdadera. No tardó en abandonar la milicia terrena y adscribirse al servicio del «Rey inmortal de los siglos».
Y pregunta entonces Relicto al ermitaño: «¿Cómo he de servir a mi nuevo Señor?». Le responde éste: «Con la oración y el ayuno». «No sé rezar». «Ayuna, pues». «¿No ves mi corpulenta estatura? He de comer más que los otros para sostenerme». «Sírvele entonces con tu estatura y tu fuerza. Ayuda a vadear el río a los caminantes que lo necesiten».
Se desarrolló este diálogo, al parecer, cerca de la ciudad de Samos, en la provincia de la Licia, adonde Relicto se había dirigido. Obedeció exactamente al eremita.
Su cuerpo gigantesco empezó a transportar sobre sus hombros a los que no se atrevían a vadear la corriente. Y así una temporada; hasta que un día vio un niño en la ribera; y habiéndole preguntado qué deseaba, el pequeño le respondió que le pasase a la otra orilla. Tomóle Relicto y se lo puso al hombro, creyendo que el peso sería insignificante. Se equivocó. Cuenta uno de sus biógrafos que «Cristóbal entró animoso al río con su báculo (una recia y alta vara con la que solía ir a todas partes), como jugueteando con las ondas; pero a los pocos instantes conoció que el alto bajel se iba a pique, arrebatado de la furia de las aguas. Crecían éstas; hinchábanse las olas; procuraba él cortarlas valientemente, haciendo pie firme en la arena; pero nada le valía, porque el Niño que llevaba en sus hombros le abrumaba tanto con el peso, que si Él mismo no le diera la mano, en ellas hubiera hallado su sepultura. Rendido, sudando y gimiendo, salió a la orilla y admirado puso al Niño en la arena y le dijo: «¿Quién eres, Niño? En gran peligro me has puesto. Jamás me vi en riesgo de perder la vida, sino hoy, que te llevé sobre mi espalda. Las coléricas aguas aumentaban su enojo, y Tú ibas multiplicando tu peso. No pesabas tanto al principio. ¿Quién eres, Niño, que tan en la mano tienes hacerte ligero o pesado? Creo que más pesas Tú que el Mundo..”..
Y entonces oyó Relicto la respuesta, en la cual se le señalaba, precisamente, el nombre que habría de adoptar en el Bautismo: «Te llamarás Cristóforo, porque has llevado a Cristo sobre tus hombros. No te admires de que yo te pese más que el mundo, aunque me veas tan niño; porque, realmente, peso yo más que el mundo entero. Yo soy de este mundo, que dices, el único Creador; y así, no sólo al mundo, sino al Creador del mundo, has tenido sobre ti. Bien puedes gloriarte con el peso: Yo soy ese Señor que buscas: Hallaste ya lo que deseas y a quien has servido tanto en esas obras piadosas. Y aunque sobra mi palabra para crédito de mi verdad, pues sólo porque yo lo digo tiene su firmeza la fe, ejecutaré un prodigio para que conozcas la grandeza de este Niño pequeño. Vuélvete a tu casa, no tienes ya que temer las olas. Fija en la tierra ese árido tronco que te sirve de báculo, que mañana lo verás, no sólo florido, sino coronado de frutos».
En efecto, a la mañana siguiente la estaca seca plantada en el suelo se había trocado en esbelta palmera, con incontables frutos.
Otra vez, según la tradición, se realizó el mismo prodigio, y entonces, instantáneamente, y ante los ojos de todo el pueblo, a petición del Santo, que lo impetró de Dios para ofrecer un testimonio de la verdad que estaba predicando.
Fue después del episodio del divino Niño cuando Relicto recibió el Bautismo, que le administró el patriarca Babilas en su Basílica de Antioquía. Desde aquel momento, se llamó ya siempre Cristóforo, es decir, portador de Cristo.
De cuatro maneras —dice un escritor tan leído como es Tihamer Toth— llevó Cristóbal a Cristo: sobre sus hombros; en los labios, por la confesión y predicación de su nombre; en el corazón, por el amor; y en todo el cuerpo, por el martirio.
Y ahora será cuando, dejando otros maravillosos episodios, algunos no carentes de probabilidad histórica, pero entremezclados con sucesos visiblemente legendarios, digamos algo de la gloriosa inmolación de nuestro valiente biografiado. Provisto él de su gran bastón, en la mano, y caminando majestuosamente, no cesó de evangelizar a las gentes de Samos, maravilladas de su elocuencia. Por aquel entonces salió un edicto de persecución del emperador Decio, mandando que fuesen ofrecidos sacrificios a los dioses paganos y amenazando con las más graves penas a cuantos se resistiesen a ofrecerlos. Dagón, prefecto de la Licia, se afanó en cumplir rigurosamente el decreto. Y así, después de ordenar a sus soldados la profanación de todas las iglesias o lugares donde era adorado el Dios verdadero, les incitó a que se lanzasen como lobos rapaces sobre todos los cristianos que no quisiesen enseguida claudicar. Nuestro Santo fue uno de los primeros en incurrir en esas iras.
Al ver que se aproximaba su hora, imploró el auxilio divino, postrándose en el suelo. Jesucristo se le apareció y, levantándolo, alentó sobre él, dándole el espíritu de sabiduría, y le dijo: «No temas, que estoy contigo». Cristóbal, al saber, primero, y ver, después, cómo eran torturados los que confesaban públicamente la fe de Cristo, en vez de desfallecer, en medio de una multitud inmensa clamó: «También yo soy cristiano y tampoco quiero sacrificar a los falsos dioses». Inmediatamente fue detenido y conducido hacia el tribunal del prefecto.
En diálogo con Dagón se mostró Cristóbal investido de una serenidad imponente, proclamando su fe con palabras de profundidad celestial y manteniéndose inconmovible lo mismo ante las promesas seductoras que ante las más feroces amenazas.
Prolija resultaría también la reseña de los tormentos a que fue sometido. Flagelación con varillas de hierro, durante la cual no cesaba Cristóbal de cantar himnos a Dios. Prueba de un casco de hierro al rojo vivo sobre su cabeza, de la cual sale indemne. Parrilla enorme sobre la que es tendido para que sea quemado en fuego lento, y que es derretida por las llamas, mientras éstas respetan su cuerpo. Saetas innumerables arrojadas sobre Cristóbal atado a un árbol, sin que ni una sola dé en el blanco, pero sí una en un ojo del prefecto... Y entonces, la voz del Mártir, que resuena vibrante: «El Señor prepara ya mi corona... Cuando la espada separe mi cabeza de mi cuerpo, unge tu ojo con mi sangre, mezclada con el polvo, y al punto quedarás sano. Entonces reconocerás Quién te creó y Quién te ha curado».
A la mañana siguiente Cristóbal es decapitado, y el prefecto hace lo que le indicara. Al punto recobra la visión, abraza la verdadera fe, ordena a sus súbditos que adoren a Cristo y abandonen el culto de los falsos dioses...
Todo lo dicho persuade del extraordinario predicamento que San Cristóbal ha tenido a través de los siglos. En la Edad Media fue catalogado entre los catorce santos auxiliadores de la humanidad.